sábado, 25 de septiembre de 2010

La fábrica de aforismos

A mí me gustan las oraciones largas. Las oraciones que incluyen proposiciones incluidas, las oraciones inundadas de construcciones verboidales, las que generalmente se adornan con adverbios y suelen durar más de un renglón.

No tengo nada contra lo breve, nada contra el poder de síntesis, nada contra los haikus o las canciones de dos minutos. Pero no uso ni leo Twitter. Es más: creo que hay algo que está mal con Twitter. Creo que Twitter generaliza hasta niveles absurdos la lógica del anuncio.
Anuncios pueden ser los de un gobernante o los de una publicidad. Los de un gobernante suelen venir envueltos en alocuciones que duran sus buenos minutos, o en largos rollos de pergamino que un mensajero proclama a viva voz en la plaza del pueblo. Los de Twitter no se parecen a esos. Twitter funciona como la publicidad, en la que se paga por segundo o por centímetro. El mandato es ser breve y reaccionar rápido.

Twitter no sirve. O sirve sólo para contar chistes y ofrecer adelantos de un libro de José Narosky. Uno a veces se ilusiona, como cuando ve que gracias a Twitter pueden leerse ideas como esta:

¿Michetti propone el trabajo infantil para solucionar lo que el Gobierno porteño no puede?.


Pero la dirigencia que se toma a sí misma en serio debería abstenerse. ¿Cómo debatir sobre matrimonio igualitario vía Twitter? ¿Cómo hacerlo sobre retenciones móviles, coparticipación federal, situación penitenciaria o fallos estructurales de la Corte?

Dirán: Twitter democratiza la comunicación, acerca la dirigencia a "la gente". Twitter, respondo, obtura los debates, y reduce la deliberación política a intervenciones como las que han hecho populares a Aníbal Fernández, Luis Juez o Elisa Carrió.

No hay medio que sea más el mensaje que Twitter. No sólo los comentarios ("tweets") toman su nombre del medio mismo. La limitación que impone es casi censura: ni un espacio más que los 140 caracteres. Si las palabras deben mutilarse, que así sea. Todo vale con tal de adaptarse al medio. No se acepta ninguna idea que no pueda destruirse por debajo de su mínima expresión.
Y el mecanismo de escritura a repetición trivializa lo poco que sí puede decirse en 140 caracteres. ¿Qué hubiese sido de frases como "I have nothing to offer but blood, toil, tears and sweat" o "Yo soy el camino, la verdad y la vida", de haber sido twitteadas?

Como epílogo, propongo un juego. Invito a los comentaristas a hacer el experimento de expresar en 140 caracteres las ideas fundamentales de textos famosos por su contundencia y brevedad, como la carta de Russell a Frege, el Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política de Marx, el ensayo sobre la negación de Freud, la Carta sobre la novela de Schlegel o el poema de Parménides.



miércoles, 22 de septiembre de 2010

Dave Matthews Band

Hace unos días me crucé con un cartel en la calle que anunciaba un concierto de Dave Matthews Band para el 14 de octubre en el Luna Park. Entusiasmado, seguí caminando y empecé a hacer un recuento de los recitales geniales que se habían organizado en Buenos Aires durante los últimos años: el regreso de Soda Stéreo, la vuelta de The Police, la llegada de Radiohead, el concierto de Luis Alberto Spinetta con “las bandas eternas”, la reaparición de Charly García, las visitas Arctic Monkeys y Franz Ferdinand, la pronta actuación de Regina Spektor y muchos otros que en su momento no se me ocurrieron. Y en ese momento ni siquiera estaba consciente de que Paul McCartney iba a anunciar un recital en Argentina para noviembre.

Mientras hacía el recuento de los mejores recitales de los últimos años, una imagen se me fue formado en la cabeza: la de una Argentina con una oferta cultural tan o más rica que la de las mejores épocas del menemismo. (Claro, es cierto que el menemismo no es para mí sino el recuerdo de la llegada de Nickelodeon a la televisión y la compra de una Nintendo, experiencias de consumo infantil, pero de todos modos la idea de una Argentina conectada culturalmente con el mundo durante la década de 1990 no es tan errada.) En fin, pensar en todos los recitales que nuestro país me pudo ofrecer luego de salir de la catástrofe del 2001 me hizo sentir bien. Sentí que desde un país periférico podía, a pesar de las limitaciones económicas que la diferencia cambiaria impone, acceder a la mejor oferta cultural de la producción mundial del espectáculo.

Mientras pensaba en todos los recitales que hoy puedo ir a ver, empecé a pensar en todas las cosas que hoy puedo comprar. Y un segundo después empecé a pensar en las cosas que los argentinos de hoy efectivamente consumimos. Y, ¡cuántas que son! A ver: ropa, comida, artículos tecnológicos, libros, muebles, instrumentos musicales, adornos, joyas, electrodomésticos, televisión, CDs, películas, paquetes turísticos... Y autos. Y autos. Y muchos pero muchos autos. Sí, cuentan que la recuperación de la economía argentina se basa en el crecimiento de un rubro en particular, que es la producción de automóviles. Qué geniales que son los autos, ¿no?

En fin: ahogado un poco en la lista enorme de artículos que consumimos, esta observación de las ventajas de mi vida como argentino de la recuperación llegó a abarcar otros aspectos de nuestra época que parecen hablar de una Argentina que progresa: no solamente la estabilidad macroeconómica y el crecimiento del consumo, sino las medidas ideológicamente progresistas, la reactivación cultural, el embellecimiento de los barrios más caros de la capital del país, y muchos otros avances que hacen que mi vida como argentino sea más completa, más ilimitada, más parecida a la del ciudadano de un país central. Todas estas cosas que me hacen más feliz.

De repente me di cuenta de algo que me molestaba. En el relato de mi vida, ese cuento en el que yo me levantaba en una Argentina en desarrollo, me desayunaba con Zucaritas, me movía en un auto nuevo, iba al iMax a ver lo último Cristopher Nolan y volvía a mi casa escuchando música en el iPod, algo no cerraba. “Claro, ya sé: a la noche, volviendo a casa, un hijo de puta me agarra en la esquina y me caga a tiros”. Claro. Eso era. Eso me jodía.

Eso era. Y pensé en la importancia de la inseguridad. No de la seguridad, sino de la inseguridad. No estoy pensando en los discursos que nos saturan con que el Estado está obligado a proveer de seguridad a la población, que es una de sus obligaciones fundamentales, etc. Todo eso es verdad, ya sé, y ya lo sabía antes de ver el cartel de Dave Matthews Band. Pero me di cuenta de que la importancia fundamental de la inseguridad en este modelo de país soñado en el que la clase media vive dedicada al consumo masivo es que los asaltos, los robos y los asesinatos son lo que nos recuerda que esa fantasía de altos estándares de vida es exclusiva de la clase media, y que al mismo tiempo que yo voy a ver a Dave Matthews Band y mi familia se compra un auto nuevo, miles de familias sobreviven el día y a día y crían a sus hijos sin esperanzas de un futuro mejor. Claro, por eso la clase mierda habla tanto de inseguridad: porque es lo que les recuerda que no viven en Europa. La inseguridad es lo que obliga a la clase media a salirse del sueño consumista de sentirse un ciudadano del primer mundo. Sí, podés ir con tu iPod a ver a Paul McCartney en un auto nuevo, después de comer algo muy pero muy rico en un restaurante de Palermo. Sí, podés hacer todo eso. Pero cuidado: en el medio te puede agarrar uno que no tuvo nada de eso, uno que está mal vestido y habla sin pronunciar las eses, pero ya vas a ver cómo te trata. Al final, la inseguridad es algo así como el retorno de lo reprimido. En un país estructuralmente excluyente, lo excluido vuelve en un acto que no puede sino ser del orden de la violencia.

Y me di cuenta de por qué me molestaba que el Gobierno se negara a reconocer que la inseguridad era un problema real. Porque la inseguridad inmediatamente nos obliga a encontrar el agujero en esta fantasía de país consumista que el kirchnerismo, con o sin intención, instaló en los últimos años. Porque la inseguridad nos recuerda que la condición par excellence de este país no es el consumo suntuario, sino la desigualdad.